lunes, 25 de julio de 2016

La redención frustrada

La puerta se cerró pesada, haciendo el ruido de un tren viejo que se detiene con mucho esfuerzo. Y detrás de ese estridente sonido, se oyó el casi imperceptible click de un candado; luego se escucharon unos pasos que se alejaban hasta que el lugar quedó en el más absoluto silencio.

Sentado en la orilla de la cama, Mateo, de 25 años, cabello negro, tez morena, ojos cafés y mirada triste, suspiró como si cargara una inmensa culpa en sus espaldas. Habían pasado casi tres años desde que estaba en este sitio y no lograba acostumbrarse a su nueva de vida. “Si es que a ésto”, miraba a su alrededor, “se le pudiera llamar vida”. 

Por alguna razón, sin embargo, esa noche le parecía especial, distinta, como si todo estuviera preparado para que sucediera algo particular. Por la ventana de la celda entraba la luz plateada de la luna. Ella no pertenecía a este sitio, pues le representaba lo puro, bueno, limpio y sano. 

Al levantar la vista la vio de nuevo, asomada tras las nubes, de un blanco resplandeciente; juraría que le estaba sonriendo. Sucedió entonces lo increíble: la luna le habló cálida y susurrante, como si supiera que, con sólo la magia de esa voz, el mundo recobraría su orden natural y las cosas irían mejor.

Poco a poco la voz subió de intensidad; se parecía esos coros de monjes de las antiguas iglesias medievales. 

-Mateo, amigo mío, ¿Qué te sucede? ¿Qué tienes? ¿Por qué no sonríes como antes? ¿Por qué no cantas como lo hacías? ¿Por qué cada día que pasa te marchitas?-

Sin salir de su sorpresa, Mateo alcanzó a contestar:

-La soledad me mata, amiga mía; trato de que no me afecte, sin embargo, hace que me marchite como una planta sin agua; añoro tanto la compañía de alguien; últimamente he estado conversando mucho con “ellos”. 

Al decir esto, Mateo señaló algunos objetos que había en su celda: la cama, la regadera, el retrete, un crucifijo que colgaba de la pared y la única ventana por donde la luz entraba. Estaba en un centro penitenciario para personas de alta peligrosidad. Agregó:

-Pero “ellos” no me contestan, sólo me miran impasibles.

La luna escuchaba lo que Mateo comentaba y sonreía, con ese gesto maravilloso que sólo se tiene cuando se controla lo que sucederá.

-Mateo, hemos sido compañeros durante años, compartido la vida, reído, amado, llorado, construido historias y sueños. No puedo ser indiferente a tu sufrimiento; haré que estas cosas que son objetos inanimados cobren vida. Ellos serán tus compañeros, testigos de tu estado de ánimo. Ellos vivirán contigo cada momento del día. 

Mateo que no entendía que era lo que estaba ocurriendo; esbozo una sonrisa nerviosa e incrédula y le dijo:

-Gracias, compañera, gracias.

La luna, compartiendo su emoción, le contestó:

-Recuerda Mateo que cada situación, por difícil que parezca, si se mira bien, tiene varias soluciones, sólo hay que saber elegir bien

La luz plateada se desvaneció no sin acariciar la mejilla de Mateo, quien, al levantar la vista hacia la ventana, miró embelesado como una nube negra cubría a su amiga y confidente. Luego, el sueño lo venció y, con una sonrisa en los labios, cerró los ojos para dormirse.

Al otro día Mateo se despertó temprano. Como cada día, los guardias le dieron los elementos para que se aseara.  Todavía adormilado recordó lo que le había pasado la noche anterior y sonrió para sus adentros.

“Qué sueño más raro tuve; de verdad que fueron puras pendejadas, pero esto se acabará pronto. Después de todo 'el abogadito' ése resultó chingón, me dijo que ganamos el amparo y que me trasladarían a otra prisión, una de mediana seguridad”.

Se despojó del uniforme, de los calzones y zapatillas de lona. Se metió al baño, abrió la llave y escuchó cómo de la regadera salía una voz metálica que decía:

-Buenos días, Mateo, espero que la temperatura del agua sea de tu gusto.

El hombre sintió unas punzadas en el estómago. La regadera insistió:

-No te asustes, ¿está bien el agua?

Mateo balbuceó:

-Sí claro, está bien, refrescante.

La regadera, ceremoniosa, respondió:

-Me da mucho gusto, estoy para servirte. 

Mateo, un poco sorprendido, apresuro su aseo. Salió de la regadera para vestirse rápido. Se sentó en la cama de piedra para calzarse las zapatillas. Escuchó entonces la voz sensual de una mujer que salía de la cama.

—Hola, mi amor. ¿Descansaste rico, estuve cómoda para ti?

Mateo se levantó de un brinco. Esto ya eran chingaderas. La cama continuó:

—Hoy, probablemente, fue nuestra última vez, cariño. Espero que después de este tiempo de dormir juntos me recuerdes siempre; casi tres años recibí tu savia sagrada.

Mateo tenía el hábito íntimo de masturbarse cada noche. Y encontró la manera de hacerlo de forma discreta para que la cámara de su celda no lo viera. 

—Sí, claro, cariño, te recordare siempre.

Su respuesta instintiva y automática, pero se preguntó: “¿qué coño le contestas a una cama que te habla con voz de mujer cachonda?; ¿por qué dijo eso de la última vez?”

Comenzó a repasar los acontecimientos de la noche anterior. Recordó que estaba deprimido y con la incertidumbre de no saber qué pasaría con lo de su traslado a otra prisión; luego llegó la luna, su voz, resplandor y promesa. ¿Habrá sido cierto?, si no, ¿cómo explicar lo que estaba pasando?”

Terminó su desayuno y necesitaba resolver el llamado de la naturaleza. Buscó una vieja revista del Libro Vaquero que le regaló, de manera clandestina, un guardia. Ya la había leído más de cien veces. Se sentó en el retrete y, después de la primera descarga, se quedó sentado para disfrutar de sus olores y la sensación. De pronto escuchó la voz ronca y cascada de un hombre viejo que le hablaba con dureza.

—Maldito estúpido, nada de lo que hagas en lo que te quede vida pagará lo que le hiciste a esos niños. Envenenarlos de esa manera habla de tu poca madre.

Mateo no pudo evitar que los recuerdos lo arrasaran como si fueran un tsunami. En un minuto repasó las razones por las que estaba en un penal de máxima seguridad. Empezó vendiendo marihuana con los amigos de la colonia; después, la venta se diversificó en otros productos y, buscando compradores, recordó la junta con los “patrones”. 

Le asignaron la distribución en las escuelas preparatorias donde, además de la mota, venderían tachas y cocaína. Luego se descubrió vendiendo en colegios donde había niños menores de quince años. La voz de retrete lo sacó de sus pensamientos.

—Ojala te pudras en el infierno y sientas el dolor de los padres cuando ven la vida de sus hijos destruida por la mierda ésa que les vendías, pinche culero maricón.

Mateo no lo soporto más. Se levantó lo más aprisa que pudo; temblaba y sudaba frío. El psicólogo le había explicado que era una reacción natural cuando comienzas a tener conciencia y comprensión de lo que tus actos le pudieron ocasionar a los demás; después de tres años, Mateo ya lo tenía perfectamente claro y esos síntomas lo acosaban con demasiada frecuencia.

El hombre se acercó al crucifijo que estaba colgado de la pared y se arrodilló con devoción. Elevó una plegaria llena de ansiedad.

—Hijo mío, ¿quieres saber cuál es la única forma que hay para que te redimas?

Mateo levantó la vista con los ojos como platos: ¿Dios en persona le estaba hablando? 

—Dímelo, señor. Haré lo que tú me digas, estoy arrepentido y quiero lavar mis pecados —le respondió con mucho respeto y con la absoluta certeza de que estaba ocurriendo un milagro, y que lo que sucedió anoche con la luna no era producto de su imaginación.

—La única manera para hacerlo es que ofrezcas tu vida a cambio del sufrimiento de las familias que dañaste —escuchó la voz grave y majestuosa de Dios.

Mateo se cimbró hasta las entrañas. No esperaba una petición semejante. Pero no tenía duda que era Dios quien se lo pedía y él debía obedecer.

Se levantó. Caminó hacia la ventana donde la noche anterior la luz de la luna había entrado. Se asomó, pero sólo vio el gran muro de concreto que rodeaba el lugar. Sintió en su rostro el aire fresco; entonces llegaron a su mente las palabras susurrantes y cálidas que la luna le dijo antes de perderse entre las nubes.

“Recuerda, Mateo, que cada situación por difícil que parezca, si se mira bien, siempre tiene varias soluciones, solo hay que saber elegir bien”.

Era lo que necesitaba para tomar la decisión. No había que pensar nada más. A grandes zancadas fue a su cama y rompió la sábana en tiras. Las amarro e hizo un fuerte nudo corredizo; se apresuró porque la cámara lo espiaba y, con seguridad, los guardias sospecharían.

Se dirigió al baño y ahí le dijo con toda seguridad y certeza a la regadera:

—Disculpa, voy amarrar esta soga a tu cuerpo; espero no incomodarte, sólo será un momento. También quería decirte que estoy agradecido por las mañanas que me ofreciste agua templada.

Sin esperar respuesta, giró dirigiéndose al retrete para decirle con coraje:

—Ya viste, pinche amargado, voy resolver esto como el varón que soy. No me volverás a reclamar nada, pendejo, puto chaparro come mierda.

Así, cuando estuvo la cuerda lista y amarrada a la regadera, mateo fue a buscar un pequeño banco que le servía de silla y miró de reojo a la cámara. Le extrañó que nadie fuera a verle y por qué había roto las sabanas. Aprovechó para sentarse un momento en la cama y pasar su mano, despacio y con ternura, sobre el colchón desnudo.

—Mamita, ya te deje en “pelotas”, pero que mejor que hacer esto sintiendo tu ropa y tu aroma.

Se acercó finalmente al crucifijo y, mirándolo con decisión, le dijo:

—Que no se haga mi voluntad, sino la tuya, Padre mío.

Se dirigió de nuevo al baño y notó que ninguno de los objetos a los que les había hablado le contestaron; sin embargo, con la excitación del momento, no le dio importancia.

“Era lógico”, pensó, “estaban impactados o sorprendidos con la valiente decisión”. Puso el banco en el suelo, se subió, tomó la cuerda hecha con tela, se la colocó paso por el cuello, elevó una oración y pateó hacia adelante. Sintió el tirón en el cuello y, por instinto, trató de alcanzar con los pies un punto de apoyo. Imposible, la regadera se dobló y crujió, pero aguantó heroica su peso. En el último instante antes que la vida se le fuera, alcanzó a ver un pequeño cable con una bocina que salía del agujero por donde pasaba el tubo de la regadera. En ese momento comprendió todo, pero era demasiado tarde. Con su último pensamiento los maldijo y, con un suspiro final, alcanzó a decir:

—Hijos de put…